[Traducción: Diego L. Sanromán]
En los trabajos que reconstruyen la génesis del movimiento feminista apenas se citan las figuras de las mujeres anarco-individualistas de principios del siglo XX. Tal vez, porque, siendo hostiles tanto al régimen parlamentario como a la relación salarial, se mantuvieron al margen de los combates emprendidos por las feministas de la Belle Époque para la obtención del derecho al voto y por la mejora de las condiciones de trabajo de las mujeres; y acaso también porque, con excepción de artículos publicados en la prensa libertaria y de algunos panfletos hoy olvidados, dejaron pocas huellas escritas.
Estas mujeres, que no fueron ni reformistas ni revolucionarias, expresaron esencialmente su rechazo de las normas dominantes mediante prácticas tales como la unión libre, a menudo plural, la participación en experiencias de vida comunitaria y de pedagogía alternativa y, en fin, mediante la propaganda activa a favor de la contracepción y el aborto al lado de los militantes neo-malthusianos. Al evocar sus itinerarios y sus escritos, nos gustaría dotar de algo de visibilidad a estas “marginales” que desearon, sin dejarlo para hipotéticos mañanas de utopía, vivir libres aquí y ahora.
El anarquismo individualista: una corriente emancipadora
El rechazo del obrerismo
Puede fecharse a finales de los años 1890 la aparición en Francia de una corriente individualista en el seno del movimiento anarquista. Enfrentada tanto a los anarquistas comunistas como a los anarco-sindicalistas, tanto a quienes sueñan con la insurrección como a quienes ponen todas sus esperanzas en la huelga general, se caracteriza por la primacía concedida a la emancipación individual por encima de la emancipación colectiva. Su desconfianza con respecto a toda tentativa revolucionaria procede en parte de que la creen condenada al fracaso, al menos en el futuro próximo, y de que rechazan la condición de generación sacrificada:
Los individualistas son revolucionarios, pero no creen en la Revolución. No creer en ella no quiere decir que sea imposible. Tal cosa resultaría absurda. Nosotros negamos que sea posible antes de mucho tiempo; y añadimos que, si un movimiento revolucionario se produjese en el presente, aunque saliese victorioso, su valor innovador sería mínimo […]. La revolución aún está lejana; y, puesto que pensamos que las alegrías de la vida se encuentran en el Presente, creemos poco razonable consagrar nuestros esfuerzos a dicho futuro [1].
Esta urgencia por vivir es reafirmada constantemente a lo largo de las columnas de l’anarchie, órgano de los individualistas anarquistas: “La vida, toda la vida, se encuentra en el presente. Esperar es perderla” [2]. Pero su rechazo de trabajar por la revolución se funda también en la certidumbre de que ésta no podría dar a luz un mundo mejor en el actual estado de las mentalidades:
Siempre hemos dicho que votar no servía de nada, que hacer la revolución no servía de nada, que sindicarse no servía de nada en tanto los hombres sigan siendo lo que son. Hacer la revolución uno mismo, liberarse de los prejuicios, formar individualidades conscientes, he aquí el trabajo de la anarquía [3].
Realizan, en efecto, una constatación pesimista del estado de alienación en el que se encuentran sumergidas las masas, de su debil combatividad, de su demasiado elevada natalidad, del excesivo consumo de alcohol y tabaco.
Su crítica del obrerismo es feroz. Acusan a los revolucionarios y a los sindicalistas de rendir culto al trabajador, a un trabajador de imagen de Épinal, sano, vigoroso y orgulloso. A la clase obrera redentora, sujeto de la historia, oponen “el lamentable rebaño” cuya resignación confirma la tesis de la servidumbre voluntaria desarrollada por La Boétie. Convencidos de que la opresión no se mantiene más que por la complicidad de los oprimidos, consideran que la lucha contra los tiranos interiores debe acompañar a la lucha contra los tiranos exteriores:
El enemigo más áspero de combatir está en ti, está anclado en tu cerebro. Es uno, pero tiene diversas máscaras: es el prejuicio Dios, el prejuicio Patria, el prejuicio Familia, el prejuicio Propiedad. Se llama Autoridad, la santa prisión Autoridad, ante la cual se inclinan todos los cuerpos y todos los cerebros [5].
Es esta voluntad de introducir la racionalidad en todos los aspectos de la vida cotidiana la que les conducirá a rehabilitar el placer, a denunciar la represión sexual y la institución del matrimonio y a hacer de la emancipación de las mujeres una condición de la emancipación de todos. Convencido de que no puede haber regeneración social sin regeneración individual previa, el anarquista individualista es un “educacionista-realizador”, conforme a la clasificación propuesta por Gaetano Manfredonia [6]; es decir, un militante que, a diferencia del insurreccional o del sindicalista, no considera la revolución ni posible ni deseable si no va precedida de una evolución de las mentalidades.
De las universidades populares a las charlas populares
Esta concepción de la lucha llevó a los anarquistas individualistas a participar en la experiencia de las universidades populares, nacidas en el contexto del asunto Dreyfus por iniciativa de Georges Deherme, obrero tipógrafo de sensibilidad anarquista, y de Gabriel Séailles, profesor de filosofía en la Sorbona. Por una muy módica cuota, los afiliados tenían acceso a una biblioteca de préstamo, cursos de idiomas, consultas jurídicas, y podían seguir las conferencias que se organizaban varias tardes por semana. Entre 1899 y 1908, doscientas treinta universidades populares abrieron sus puertas en el conjunto del territorio francés para un auditorio de varias decenas de miles de personas. Sus modalidades de funcionamiento variaban algo de unas a otras, pero el principio era el mismo: traer a los intelectuales al pueblo y permitir a todos el acceso a la cultura. Todos los temas, todas las disciplinas, eran abordados por conferenciantes voluntarios, estudiantes, periodistas, profesores de secundaria y maestros, y, más raramente, profesores universitarios, sin gran preocupación por la coherencia. Se podía hablar una tarde de poesía contemporánea o de arte egipcio y la siguiente de astronomía o telefonía. Pero los oradores no dominaban siempre la materia y la audiencia carecía, en la mayoría de las ocasiones, de la formación de base que le habría permitido captar el contenido de las intervenciones. Esto suscitó cierto número de reservas, tanto entre los intelectuales, que temían los perjuicios ocasionados por una torpe vulgarización, como entre los militantes, que recelaban de que el escenario de las universidades populares se transformase en campo de entrenamiento para jóvenes intelectuales más ambiciosos [7] que generosos.
Fue este temor el que llevó a los anarquistas individualistas Libertad y Paraf-Javal a fundar las charlas populares [causeries populaires, en francés], más explícitamente libertarias en su modo de funcionamiento. Las primeras sedes para las conferencias y los debates se abrieron en los barrios de Ménilmontant y de Montmartre; las siguientes, en la periferia e incluso en provincias. Tras el éxito obtenido por estas iniciativas, algunos individualistas parisinos decidieron fundar un periódico para favorecer la circulación de ideas entre los diferentes grupos e intercambiar experiencias. En abril de 1905 sale el primer número del semanario l’anarchie. “Estas páginas –afirma el editorial- desean ser el punto de contacto entre todos aquellos que, por todo el mundo, viven como anarquistas, bajo la única autoridad de la experiencia y el libre examen”. El periódico, con una tirada de seis mil ejemplares, se convierte rápidamente en el primer órgano individualista y garantiza una nueva visibilidad a una corriente hasta entonces obligada a expresarse en las columnas de publicaciones libertarias de sensibilidad diferente. Aparece regularmente desde 1905 hasta 1914 y cuenta con numerosos abonados en provincias.
Trayectoria de los y las militantes
Los hijos de la primera democratización escolar
En su gran mayoría, los militantes anarquistas individualistas que gravitan en torno a las charlas populares y que se reconocen en l’anarchie son jóvenes obreros parisinos, nacidos en provincias entre 1880 y 1890, que dejaron la escuela a la edad de doce o trece años y que vivieron dolorosamente ese contacto precoz con el mundo del trabajo. Muchos de ellos se sindicaron y participaron en conflictos sociales violentamente reprimidos y condenados al fracaso, lo que durante mucho tiempo quebró su confianza en la acción de masas. Arrancados de una escuela en la que a menudo habían destacado, pero que no les había provisto más que de un saber elemental, no pueden reconocerse en la clase social a la que han sido asignados. Han estado, en efecto, escolarizados más tiempo que sus padres, obreros o campesinos apenas alfabetizados, sin que se les ofreciera la menor perspectiva de movilidad social. En una sociedad en la que la condición obrera no mejora sino muy lentamente, se ven privados de toda posibilidad de desarrollo personal. De ahí que se reconozcan en lo constatado por Victor Kibalchich, el futuro Victor Serge, en l’anarchie:
¿Qué es vivir para el anarquista? Es trabajar libremente, amar libremente, poder conocer cada día un poco más de las maravillas de la vida… Reivindicamos toda la vida. ¿Sabéis lo que se nos ofrece? Once, doce o trece horas de labor cada día para obtener la pitanza cotidiana. ¡Y menuda labor y qué pitanza! Labor automática bajo una dirección autoritaria en condiciones humillantes e indecentes, por medio de la cual se nos permite la vida en la grisalla de los barrios pobres [8].
Esta voluntad de escapar de una condición considerada envilecedora condujo a algunos de los anarquistas individualistas al ilegalismo, considerado como una práctica subversiva y un medio de supervivencia al margen del salario. La falsificación de moneda o de billetes y el robo son puestos en práctica por algunos camaradas, y las condenas de cárcel o a trabajos forzados son, a menudo, el precio que tienen que pagar. Esta deriva ilegalista alcanaza su apogeo en una serie de sangrientos atracos perpetrados en 1912 en la estela del asunto Bonnot. Uno de los protagonistas de esta trágica epopeya, Octave Garnier, se hace eco de las palabras de Victor Serge en las memorias encontradas en el lugar de su ejecución: “Porque no quería vivir la vida de la sociedad actual ni esperar a estar muerto para vivir, me defendí contra mis opresores con todos los medios a mi disposición” [9].
Pero, ya sean partidarios o adversarios del ilegalismo, los individualistas, para vivir como anarquistas aquí y ahora y no dentro de cien años, como les exhortaba Libertad, privilegian sobre todo la vía de la experimentación social. Fundan colectivos de hábitat y de trabajo, intentan restringir su consumo suprimiendo todos los productos dañinos o inútiles, llevan vestimentas menos rígidas, practican el nudismo, defienden la libertad sexual y ponen medios para no tener más hijos que los que desean. Esta búsqueda de una vida distinta se traduce igualmente en prácticas como las baladas dominicales en espacios campestres en los alrededores de París o las estancias en Chatelaillon, una ciudad balnearia al sur de La Rochelle en el que se encuentran cada verano por iniciativa de Anne Mahé, co-fundadora de l’anarchie, para hacer de “esta playa de magnífica arena, que los burgueses no invadirán pues mantenemos la guardia, un rincón de camaradería, al margen de los prejuicios [10]”.
La importancia de las mujeres en el movimiento
Numerosas mujeres se sumaron al discurso individualista y tomaron parte en el movimiento de las charlas. Resulta muy difícil establecer cifras, puesto que los anarquistas no mantienen un registro de sus afiliados: forman una constelación de contornos movedizos. Pero todos los informes de la policía atestiguan su presencia en las reuniones y, en ocasiones, revelan su asombro, mientras que algunas instantáneas tomadas durante las baladas dominicales por los propios individualistas muestran que su presencia es abundante. Casi todas son jóvenes provincianas, de origen modesto, llegadas a París antes de cumplir los veinte. Muchas de ellas han seguido sus estudios hasta conseguir el diploma elemental y se declaran institutrices de profesión. Pero pocas de ellas han llegado hasta el final el fastidioso proceso de las suplencias, intercalado por largos intervalos sin paga, reservado entonces a aquella que no habían pasado por la Escuela Normal de Institutrices. Para vivir, recurrieron a trabajos de modista o a puestos de oficina poco cualificados. El discurso individualista, que rompe con el obrerismo y propone a todo el mundo perspectivas de emancipación inmediatas, seduce a estas jóvenes, a las que su excelencia escolar y sus esfuerzos no han conseguido sacar de una situación miserable. Algunas se convierten en colaboradoras regulares u ocasionales de publicaciones anarquistas, hacen turnés de conferencias por invitación de grupos libertarios de provincias y redactan panfletos que consiguen una amplia difusión.
Otras, menos dotadas de capital cultural, dejaron pocos trazos escritos y no aparecen más que en los informes de la policía o en los procesos verbales de interpelación o de registro. Son criadas, lavanderas, sirvientas, costureras o intentan escapar a la relación salarial montando puestos de mercería en los mercados. Inmersas en el medio, todas ellas adoptan sus códigos, se comprometen en relaciones duraderas o efímeras con camaradas, a veces con varios simultáneamente, pasando en la mayoría de las ocasiones del matrimonio, y protegiéndose contra los nacimientos no deseados. Algunas, como Anna Mahé, que rechazan toda inmisión del Estado en su vida privada, llegan hasta a negarse a inscribir a sus hijos en el registro civil. Esforzándose por vivir como anarquistas sin esperar a mañana y por escapar a la relación salarial, participan en experiencias de vida comunitarias e intentan educar de forma distinta a sus hijos, proyectando con tal fin la fundación de estructuras educativas alternativas abiertas a todos, realizando así una vocación de institutriz fuera de los modelos laicos y congregacionistas, a los que refutan por igual. Se las puede ver en las manifestaciones y participan en las escaramuzas que enfrentan a los individualistas con sus adversarios políticos o con las fuerzas del orden. Otras, en fin, se encuentran comprometidas en actividades ilegalistas como la emisión de moneda falsa o están implicadas en robos y atracos.
Refractarias y propagandistas activas: algunas figuras
Rirette Maîtrejean: una adolescente rebelde
Una de las figuras más conocidas del movimiento es Rirette Maîtrejean, quien, después del asunto Bonnot, en el que estuvo implicada, confió sus memorias a una gran publicación de la época. Nacida en Corrèze en 1887, frecuenta la escuela primaria superior y se prepara para la profesión de institutriz, pero el fallecimiento de su padre le obliga a renunciar a sus proyectos. Para escapar al matrimonio que su familia pretende imponerle entonces, huye a París a la edad de dieciséis años. Allí trabaja como costurera sin renunciar, sin embargo, a completar su formación intelectual. Rechaza el enclaustramiento en la condición obrera, frecuenta la Sorbona y las universidades populares, en las que conoce a militantes individualistas que le descubren las charlas animadas por Libertad y los suyos. Son el rechazo de las asignaciones en términos de clase y de género y la importancia concedida a la subjetividad los que seducen a esta desclasada, hija de campesino convertido en albañil, institutriz obligada a trabajar con las manos. Encinta poco después de su llegada a París, se casa con un talabartero, habitual de las charlas, y trae al mundo a dos niños con diez meses de intervalo. Su segunda hija todavía no ha cumplido los dos años cuando abandona a su pareja, con la que no tiene intercambios intelectuales satisfactorios, para vivir con un “teórico” del movimiento, estudiante de medicina, que mantiene una sección científica en l’anarchie. A su lado se convierte una propagandista activa y participa en todas las manifestaciones en las que están presentes los individualistas. Juntos se ocupan durante algunos meses de la dirección del periódico tras la muerte de Libertad, y antes de embarcarse en un largo viaje que los llevará hasta Italia y Argelia. De vuelta a París, la pareja se separa y Rirette se convierte en la compañera de Victor Kibalchich, joven anarquista individualista de origen ruso ya conocido por sus artículos. Junto a él, asume de nuevo la responsabilidad del órgano individualista, en un momento en el que los debates en torno al ilegalismo desgarran al movimiento. Inculpada por asociación de malhechores tras una serie de atracos perpetrados por gentes cercanas a l’anarchie, de la que es entonces gerente oficial, cumple un año de prisión preventiva antes de ser finalmente absuelta. Después de su liberación, se aleja del movimiento individualista, del que condena su deriva ilegalista y en el que observa ciertas reservas políticas. Convertida en correctora en los años que siguen a la Primera Guerra Mundial y afiliada al sindicato de correctores, Rirette conserva, sin embargo, fuertes vínculos con el medio libertario.
Anne Mahé y Émile Lamotte: el combate por una pedagogía alternativa
Nacida en 1881, en Loira Atlántico, Anna Mahé frecuenta el ambiente de las charlas desde 1903, poco tiempo después de su llegada a París. Se ocupa, con Libertad, de la dirección de l’anarchie, mientras su hermana Armandine, institutriz como ella, se encarga de la tesorería. Las dos comparten la vida de Libertad, del que cada una tiene un hijo. Pero pronto se comprometen en relaciones afectivas con otros camaradas, que, como ellas, viven en el número 22 de la calle del Chevalier-de-la-Barre, comunidad de hábitat que es también la sede del periódico, y al que la policía y los periodistas apodan el “Nido rojo”. Anna es autora de numerosos artículos aparecidos en l’anarchie, así como en la prensa regional, y de algunos panfletos. Escribe en ‘ortografía simplificada’, pues estima que los ‘prejuicios gramaticales y ortográficos’ constituyen un motivo de ralentización del aprendizaje de la lengua escrita y están al servicio de un proyecto de ‘distinción’ de las clases dominantes. Acusa a ‘tales absurdeces del lenguaje’ de romper el impulso espontáneo de los niños hacia el saber y de sobrecargar inútilmente su espíritu. Considera, por otro lado, demasiado precoz el aprendizaje de la lectura y la escritura; la iniciación científica, que se refiere más a la observación y a la experimentación, deberían, en su opinión, preceder a aquél, pues podría suponer un poderoso estímulo al desarrollo intelectual del niño. Anna tiene sus referentes en los pedagogos libertarios Madeleine Vernet y Sébastien Faure, que aplican métodos de pedagogía activa en el ámbito de los internados [11], que ellos mismos han creado y animan. Tiene el proyecto de fundar un externado en Montmartre que funcionaría conforme a los mismos principios para los niños del barrio, pero la realización de tal proyecto, durante mucho tiempo diferida por motivos financieros, jamás verá la luz. Los informes de la policía la describen como una mujer de carácter que posee un fuerte ascendiente sobre Libertad, incluso después de su relación. Sin embargo, Anna no desempeñará más que un papel desvaído después de la muerte de este último y dejará la dirección del periódico a otros militantes.
Otra institutriz, Émilie Lamotte, dejó también su huella en este medio. Nacida en 1877 en París, antigua institutriz congregacionista y pintora aficionada, comienza a escribir en 1905 en Le Libertaire, antes de colaborar en l’anarchie. En 1906, funda, junto con algunas compañeras y compañeros, una colonia libertaria en una granja de Saint-Germain-en-Laye, donde se establece con sus cuatro hijos. Dotada de una imprenta, de una biblioteca y de una escuela, dicha comunidad de trabajo y de hábitat es un auténtico centro de propaganda anarquista. Émilie Lamotte, que es una conferenciante muy solicitada, se ausente regularmente para embarcarse en turnés de propaganda a través de toda Francia. En ellas evoca su experiencia profesional y expone sus críticas tanto a la escuela confesional como a la escuela laica, que “enseña el respeto a la Justicia, al ejército, a la patria, a la propiedad, y la inferioridad del extranjero” [12], que anula la curiosidad natural del niño y le impone una disciplina tan nociva para el cuerpo como para el espíritu.
El educador libertario debe estar bien convencido por el principio de que la enseñanza en la que el niño no es el primer artesano de su educación es más peligrosa que provechosa […]. Se debe considerar, intrépidamente, al niño como un genio al que debe aprovisionarse de la materia de sus descubrimientos y los instrumentos de su experiencia [13].
Al igual que Anna Mahé, considera que la enseñanza científica debe ir por delante de las enseñanza de las sutilezas de la lengua y condena el “terrible sistema de castigos y recompensas” [14] todavía en práctica en la escuela primaria. Anima a los libertarios a organizar, en los barrios en los que residen, estudios anarquistas que funcionen después de las clases para ofrecer a los niños del pueblo una educación complementaria capaz de contrarrestar “el pernicioso influjo” de la escuela. Émilié Lamotte lleva a cabo, de palabra y por escrito, una activa propaganda neo-malthusiana y contribuye a difundir cierta cantidad de técnicas contraceptivas, de las cuales explica el principio, las ventajas y los inconvenientes respectivos en detallados folletos, actividad que está entonces sujeta a sanciones penales. A finales del año 1908, abandona la colonia, que descompone bajo el peso de las tensiones internas, y experimenta la vida nómada, recorriendo en caravana, junto a André Lorulot, su compañero de la época, las carreteras del Mediodía, para dar una serie de conferencias. Contempla la idea de llegar hasta Argelia, pero, enferma, muere en el camino pocos meses después de su partida, el 6 de junio de 1909, no lejos de Ales, en el Gard.
Jeanne Morand: criada y anarquista
Queda por evocar la figura de Jeanne Morand, originaria de Saône-et-Loire, que llega a París en mayo de 1905, a la edad de 22 años, para colocarse como criada. Educada en un medio familiar permeable a las ideas libertarias, lectora asidua de la prensa anarquista, pronto frecuenta las charlas populares, y deja a sus patrones dos años después de su llegada a París para instalarse en la sede de l’anarchie. Es arrestada en diversas ocasiones por alteración del orden público, pegada de carteles, participación en manifestaciones prohibidas, etc. Tras la muerte de Libertad, del que fue la última compañera, retoma durante algunos meses la gestión del semanario individualista junto a Armandine Mahé. Sus hermanas pequeñas, Alice y Marie, que se reúnen con ella en París, se mueven en los mismos círculos. En los años que preceden a la guerra, Jeanne es nombrada secretaria de un comité femenino que se moviliza contra la ley que ampliaba el servicio militar de dos a tres años. Publica entonces cierta cantidad de artículos antimilitaristas en la prensa libertaria y toma muy a menudo la palabra en los mítines. En 1913, participa en la creación de un ‘curso de dicción y de comedia’, dependiente del ‘Teatro del Pueblo’ y toma parte igualmente en la fundación de una cooperativa de cine libertario, ‘el cine del pueblo’, que produce obras documentales y de ficción que muestran las condiciones de vida de los obreros y la organización de las luchas. Durante la guerra se refugia en España con su compañero, Jacques Long, desertor; más tarde, vuelve a Francia y reanuda clandestinamente la propaganda antimilitarista. Es condenada en 1922 a cinco años de prisión y a diez de exilio por llamar a la deserción. Al tribunal que la acusa de ser una anti-patriota le responde “que impedir la muerte de jóvenes franceses es un acto más patriótico que enviarlos a ella”. Emprende dos huelgas de hambre para obtener el reconocimiento de presa política y recibe un amplio apoyo en el exterior, más allá incluso del movimiento libertario. A su salida de prisión, conserva fuertes lazos con varios de sus antiguos camaradas, pero su militantismo es menos ofensivo: en 1927 es eliminada de la lista de anarquistas vigilados por la policía. Aquejada de delirios paranoicos, en los años posteriores conocerá una vida errante y miserable.
Una herencia ignorada
Todas estas mujeres tienen en común, a través de la diversidad de sus recorridos, el haber rechazado a la vez el matrimonio, que asimilaban a una forma de prostitución legal, y la condición de dominadas y explotadas que se les ofrecía en el marco de las relaciones salariales. Se apropiaron de las posibilidades de emancipación inmediata que les ofrecía el único movimiento político que concedía a la esfera privada una importancia determinante. Mediante la invención de nuevas formas de vida, que incluían las experiencias comunitarias, la educación anti-autoritaria de los niños, la afirmación de una sexualidad libre, llevaron a cabo una forma exigente de propaganda por el hecho.
La Primera Guerra Mundial y la Revolución rusa, a la cual se sumaron algunos individualistas, aceleraron la descomposición de la herencia de Libertad, ya debilitada por el sectarismo y ciertas derivas sectarias. Y, sin embargo, pueden encontrarse, en las aspiraciones del movimiento que sacudió a la juventud occidental a finales de los años sesenta, la mayoría de los ideales que defendieron estas mujeres, y puede reconocerse el ‘gozar sin límites’ de los libertarios de Mayo como un eco lejano del ‘vivir su vida’ de los anarquistas individualistas de la Belle Époque.